
Santo Domingo.- El recuerdo de nuestros antepasados es importante. Por una parte, ellos nos transmitieron la dotación genética determinante del temperamento, que es la parte dominante de la personalidad y, por otra, las decisiones y acciones ejecutadas por ellos, sin lugar a dudas, influyen de manera decisiva en el lugar del nacimiento y domicilio de sus descendientes y en la profesión escogida por muchos de ellos como modus vivendi.
Así púes, la importancia de los antepasados va mucho más allá de un simple recuerdo del pasado. Estos constituyen para sus descendientes una fuente de identidad.
Saber de dónde venimos —conocer quiénes fueron nuestros abuelos, bisabuelos o ancestros más lejanos— fortalece en la persona el sentido de pertenencia y ayuda a comprender nuestras costumbres, idioma, creencias religiosas y tradiciones. Se trata de una raíz profunda que sostiene la identidad, la cultura y los valores de una persona, una familia o incluso una nación.
Los pueblos que conocen y valoran a sus antepasados entienden mejor su historia colectiva. Esto es vital para no repetir errores del pasado y para preservar la riqueza cultural que nos define. Conocer la historia de nuestros antepasados nos hace parte de una cadena histórica. Nos damos cuenta de que somos el resultado de generaciones que amaron, lucharon, sufrieron, crearon y soñaron. También nos motiva a dejar igualmente una huella positiva para nuestros descendientes.
Relación abuelos-nietos
Nadie puede negar que los abuelos consienten y se identifican grandemente con los nietos y, muchas veces, les dedican mayor tiempo que sus propios padres, empeñados más que nada en la producción económica y desarrollo profesional. Los abuelos, ya jubilados o en vías de hacerlo, tienen menos presiones de tiempo y encuentran entretenidas las horas dedicadas a jugar y dar consejos sanos y orientaciones a sus nietos.
Todo eso da lugar a una especie de complicidad y camaradería entre abuelos y nietos, que a veces provoca celos en los padres, que llegan a quejarse alegando que sus hijos parecen querer a sus abuelos más que a los propios padres. Por detalles como esos, suele recordarse con mucho amor y agrado a los abuelos, cuando se tuvo la oportunidad de conocerlos y disfrutar de sus mimos.
Mis abuelos maternos
En mi caso particular, no conocí a mis abuelos maternos. Mi abuelo, Domingo Nina, fue un comerciante de San Cristóbal. He encontrado en el Ayuntamiento de la ciudad documentos que señalan que era propietario de numerosos inmuebles, lo cual le permitió dejar como herencia a cada uno de los cuatro hijos de su primer matrimonio una casa.
Los hijos de su primer matrimonio fueron: Luis Nina Nina, profesor rural durante muchos años; Mercedes Nina Nina, profesora rural desde su juventud hasta su jubilación; Celeste Nina Nina, ama de casa y costurera y Luz del Consuelo Nina Nina, profesora, Directora de la Escuela Primaria, sección de niñas, en San Cristóbal por 25 años.
Nunca he conseguido una foto de él, por más esfuerzos que he realizado en este sentido. Familiares y amigos de confianza del abuelo, me lo han descrito como una persona sencilla, pero sumamente reservada. Falleció siendo relativamente joven, a los 54 años, en el Hospital Padre Billini, a causa de una insuficiencia renal.
Mi abuela materna, Ana Luisa Nina, prima de su esposo, Domingo Nina, se dedicó, esencialmente, a los quehaceres domésticos. Siempre recuerdo su foto en la sala de la tía Mercedes Nina Nina (Bombola). Tenía un color trigueño claro y un pelo negro, muy lacio, que dejaba caer por debajo de los hombros. Su mirada era tierna, pero me daba la impresión de reflejar algún dejo de tristeza. Murió muy joven, años antes que su esposo. No he logrado conocer la causa de su deceso.
Mis abuelos paternos
Mi abuelo paterno, Aquilino Peña, originario de Tamboril, se instaló en Sabaneta de Yásica, Puerto Plata y se dedicó al cultivo y comercio del arroz. Murió joven, asesinado por un cliente que le debía una buena suma de dinero por arroz que le había entregado. Lo citó en varias ocasiones para pagarle y la última vez lo esperó con un machete bien afilado. Tan pronto el abuelo Aquilino se asomó a su puerta le lanzó un machetazo con la idea de trozarle el cuello, pero al este agacharse, logró levantarle la chapa de la cabeza, ocasionándole la muerte.
No tuve ocasión de conocerlo por fotos, solo algunos relatos de este, conocidos a través de familiares cercanos. Como comerciante contaba con un revólver, mismo que escondió mi padre, Francisco Peña, tras prometerse teniendo doce años, que cuando creciera, con dicha arma daría muerte al asesino de su padre. Por esa razón, mi abuela lo entregó a su padrino, Francisco Soto, un capitán de una lancha cubana que transportaba mercancía entre Baracoa y Puerto Plata.
Mi padre permaneció en Baracoa hasta los 25 años en que, contradiciendo la voluntad de su padre de crianza, Francisco Soto, regresó a Puerto Plata en un lanchón. En búsqueda de trabajo llegó a San Cristóbal, siendo empleado en la Hacienda Fundación, de Trujillo. Ya en la ciudad conoció a mi madre, Prof. Luz del Consuelo Nina Nina, con la cual contrajo matrimonio en 1934.
A mi abuela paterna sí pude conocerla. Su nombre era Juana Mourray. Era una norteamericana negra, de Atlanta, que llegó al país junto a algunos de sus hermanos huyendo de la persecución que eran víctimas los negros en el sur de Estados Unidos. Se establecieron en Cuesta Barrosa, Puerto Plata, donde conoció a su esposo Aquilino Peña.
Tras mi nacimiento ella permaneció dos años en San Cristóbal cuidándome, dadas las obligaciones laborales de mi madre, que tenía tres tandas escolares y concluía sus labores de maestra a las 9:00 pm. Mi abuela Juana me atendía hablándome en inglés y en dicho idioma nos comunicábamos. Tiempo después me contó que yo lo hablaba muy bien, claro, acorde con mi edad, pero me olvidé del todo de dicho idioma después que mi abuela regresó a Puerto Plata, pues ya solo nos veíamos en visitas esporádicas y cortas que le hacíamos. Siempre mantuvo su acento norteamericano.
Mi abuela, Juana Mourray, murió en 1960 a una edad avanzada, pero cada vez que nos veíamos me llenaba de besos y de abrazos. Fui su nieto preferido. A través de mi primo, Genaro Peña, me enteré de que en Atlanta existe un museo pequeño llamado el Museo Mourray, donde se recogen datos de la familia y de sus plantaciones en aquella área. Estoy investigando al respecto, con ideas de conocerlo y empaparme más de la historia de mis antepasados paternos.
El recuerdo de nuestros antepasados debe tomarse como algo sagrado y sus enseñanzas nunca deben ser olvidadas. En resumen, valorar a los antepasados es valorar nuestras raíces. Es reconocer que lo que somos hoy tiene mucho que ver con lo que ellos fueron, vivieron y transmitieron. Recordarlos con veneración es una forma de rendir homenaje a la vida misma y de vivir con más profundidad, respeto y conciencia del pasado.
Autor: Domingo Peña Nina, médico y abogado

Francisco Peña, padre del autor
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Sobre el médico Domingo Enmanuel Peña Nina
El doctor Domingo Enmanuel Peña Nina es una figura destacada en la medicina, el derecho y la literatura dominicana. Nacido en San Cristóbal el 21 de septiembre de 1948, ha construido una trayectoria multidisciplinaria que lo posiciona como un referente nacional en ética médica, gineco-obstetricia y derecho médico.
Estudió medicina en la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM), donde se graduó con mención honorífica como médico cirujano, y se especializó en ginecología y obstetricia en el Hospital de Gineco-Obstetricia Núm. 1 del Instituto Mexicano del Seguro Social, etc.
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