Santo Domingo.- En nuestro país, conforme a las disposiciones legales, tras el nacimiento de un niño los padres acuden a la Oficialía del Registro Civil para inscribirlo con el nombre que han elegido. Ese nombre, fijado en el acta, se convierte en su signo de identidad a lo largo de la vida, y solo en circunstancias excepcionales previstas por la ley puede ser modificado, mediante un procedimiento judicial. Se trata de una rigidez normativa que contrasta con la práctica de otras naciones, donde la persona goza de mayor libertad para adoptar un nombre distinto, ya sea por deseo personal o conveniencia social.
Con el inicio de la etapa escolar, la costumbre dicta que los niños sean llamados por su primer nombre de pila, aunque tengan más de uno. En el bachillerato y la universidad, la identificación se desplaza hacia los apellidos, reflejo de un trato más formal y de la maduración intelectual de los estudiantes, quienes comienzan a ejercer criterio propio en la valoración de las personas y las cosas.
En nuestra cultura —como en gran parte de Latinoamérica— cuando alguien obtiene un título universitario, se le reconoce ante todo por ese título, seguido de sus apellidos. Incluso, muchos profesionales al ser preguntados por su nombre, lo anuncian precediéndolo del título académico, como si este se hubiera fundido con su identidad. Algunos llegan al extremo de corregir a quienes los llaman únicamente por su nombre, imponiendo la presencia del título como condición de reconocimiento.
Recuerdo, a modo de ejemplo, unas amistades en México que instruyeron a su empleada doméstica para que, al contestar el teléfono, dijera: “Casa de los doctores, licenciados e ingenieros Segovia”. Con ello buscaban conferir prestigio a la vivienda, como si la sola acumulación de títulos universitarios otorgara a sus moradores una categoría superior, independientemente de la calidad real de su ejercicio profesional.
Sin embargo, considero que las personas valen más por lo que son que por los títulos que ostentan. Lo correcto es presentarse con el nombre que nos dieron nuestros padres, sin añadidos. Los títulos deben reservarse para el ámbito en que se ejercen, y nada más. La humildad, lejos de disminuir a quien la practica, lo engrandece. El engreimiento y la jactancia, en cambio, reducen la dignidad de quien se aferra a ellos.
La historia nos ofrece ejemplos de hombres trascendentes que nunca hicieron alarde de títulos ni credenciales. Henry Ford, por citar uno, no necesitó proclamarse ingeniero ni doctor para revolucionar la industria automotriz y dejar una huella indeleble en la sociedad. La verdadera grandeza se mide por la calidad de la obra y por el reconocimiento que otros otorgan, no por la autoafirmación del individuo.
Los norteamericanos, en este sentido, muestran una práctica más sensata: escriben primero el nombre y luego la profesión. Así recuerdan que la persona es, ante todo, un ser humano, y que la profesión constituye apenas un complemento, un medio de subsistencia, nunca un pedestal para la vanidad ni un arma para menospreciar a los demás.
Autor: Domingo Peña Nina, médico y abogado
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Sobre el médico Domingo Enmanuel Peña Nina
El doctor Domingo Enmanuel Peña Nina es una figura destacada en la medicina, el derecho y la literatura dominicana. Nacido en San Cristóbal el 21 de septiembre de 1948, ha construido una trayectoria multidisciplinaria que lo posiciona como un referente nacional en ética médica, gineco-obstetricia y derecho médico.
Estudió medicina en la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM), donde se graduó con mención honorífica como médico cirujano, y se especializó en ginecología y obstetricia en el Hospital de Gineco-Obstetricia Núm. 1 del Instituto Mexicano del Seguro Social, etc..
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